Posted by : Unknown viernes, 10 de marzo de 2017



No parece muy viril admitir haber sentido miedo pero es que el antiguo Presidio Modelo, en la actual Isla de la Juventud, sobrecoge el alma, intimida por sus historias y duele por su abandono.
“Los camiones enfilaron la carretera que conduce directamente al Presidio, amplio, reluciente, espléndido. En arco, las casas nuevecitas de los empleados. Al fondo, dos edificios cuadrangulares y modernos y las cuatro circulares gigantescas, rodeando como elefantes en descanso, a la quinta circular, la más chata, la del comedor”: así lo vio Pablo de la Torriente Brau cuando llegó en 1931 a esta institución cuya primera piedra había sido colocada por el General Gerardo Machado cinco años antes y que luego sería motivo de orgullo de su cruenta dictadura.

“Desfilamos por las calles del Presidio, escribió Pablo, con rumbo al pabellón del Hospital a donde íbamos a dormir, pasando por entre las moles de las Circulares, comparables a inmensos tanques de petróleo, experimenté una sensación de pequeñez que nunca más he sentido. (…) Desde las rejas, iluminadas de amarillo, nos miraban pasar los presos… los hombres del eterno silencio”.
Ellos eran 24, nosotros un poquito más. Hasta la cercanía en los números la sentí macabra. Nuestro grupo hizo el camino inverso. Primero el Hospital cuya ala oriental entre 1953 y 1955, fungió como la cárcel de los sobrevivientes del asalto al cuartel Moncada, encabezados Fidel Castro.
Este edificio, más pequeño, es el único en buen estado.  El resto, incluyendo los cuatro “paquidermos” de concreto vistos por Pablo 86 años atrás siguen en el mismo lugar, raídos por el tiempo y sucesivas intervenciones: primero las rejas que terminaron fundidas en las acerías de La Habana, luego las maderas preciosas de los muebles del gigantesco comedor. El comedor de los tres mil silencios, le llamaban porque en el comía a la vez toda la población del penal, sumida en la quietud de la disciplina “consciente”, como la definió el tristemente célebre capitán Castells cuyo discurso de recibimiento a los recién llegados sigue siendo memorablemente irónico:
Pablo lo reprodujo así:
“Señores: este penal es una casa de disciplina y de orden. Aquí todo se hace de acuerdo con un reglamento acatado por todos. Esta es una casa de disciplina y reforma, y también de trabajo. Todo aquí se realiza bajo un plan humanitario, porque a mí no me gusta hacer el mal; al contrario, más bien me gusta hacer el bien que el mal y todo el que me ayude es mi amigo… Y el que no me ayuda no es mi amigo… La disciplina que yo tengo aquí es una disciplina necesaria y bastante rígida, pero igual para todos; es, en una palabra, una disciplina consiente…”
Todavía hasta mediados de los años 60 de pasado siglo el Presidio continuó fungiendo como tal y los más viejos recuerdan a los presos andando por los potreros de La Reforma, mucho más al sur, ejerciendo como vaqueros con una “P” pintada en las espaldas de sus camisas que identificada su condición. Luego el edificio administrativo se convirtió en Palacio de Pioneros hasta que las penurias de los 90 lo redujeron a solo una de las antiguas viviendas de los oficiales.
Más tarde los huracanes de principios de este siglo hicieron pasaron factura a los techos y a la cerca perimetral, quedando el lugar a merced de los depredadores humanos, imposibles de contener por los trabajadores del lugar.
Por aquí pasaron asesinos y criminales de toda clase, mezclados con infelices campesinos a quienes se les condenaba por delitos jamás cometidos solo para complacer a los terrateniente ambiciosos de engrosar sus propiedades.
“Dicen que aquel día, el padre pidió permiso para quedarse en la circular, para estar más cerca de la agonía del hijo,  y no se lo concedieron… Y por la tarde, a las 3, los asesinos entraron en la celda”: ese fue el final del preso 12 506, Armando Kindelán Sánchez allá por 1929, traído ahora a mi mente desde las líneas testimoniales de Pablo.
Ya dentro de la circular 4, las evocaciones son otras.
“Era el Mayor de la Circular 4 donde se encontraban más de 500 presos políticos, en la inmensa mayoría del (Movimiento) 26 de Julio, formados por expedicionarios del Granma, algunos miembros de la Dirección y otros muchos luchadores de la clandestinidad”: contó en una entrevista el General José Ramón Fernández, quien llegó aquí en 1956 tras el fracaso de la llamada Conspiración de los Puros que desde el interior del Ejército intentó derrocar a la tiranía de Fulgencio Batista.
Andando entre las celdas desnudas y las escaleras gastadas por los pasos volvieron los cuentos del barbero La Rosa, el de la cuadrilla de castigo y que Pablo recogió en su libro Presidio Modelo: “El del pobre negro Arroz Amarillo; el de la muerte de el Imperial, que era un niño… que era un chiquillo para todas las cosas y que la Comisión le metió en una celda por la tarde y por la noche se ahorcó… y aquel cuento tan doloroso del infeliz que castigaron a morir de hambre, y que gritaba: ¡Ay mi madre!... ¡Ay, mis hijos!... ¡Denme qué comer que me muero de hambre!... ¡Y el pobre, como a los 15 días de castigo, cuando ya no podía ni tenerse en pie, le levantaron  la pena y lo sacaron a trabajar dentro del cordón y allí, sobre la yerba menuda, se cayó muerto, apenas le dio el primer rayo de sol!”…
No hay que ser expertos en finanzas o ingeniería para saber que costaría una millonada devolver a su estado original edificios de este tamaño, al menos no sin darle algún uso útil. No obstante algo habrá que hacer para evitar la desaparición de esta memoria, del horror, sí, pero necesaria.  Esa que todavía estremece desde las crónicas de Pablo.


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